Comunicación Social | Universidad Mariana | ISSN- 2981-3832
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¿Dónde está papá?
¿Dónde está papá?

Mi padre tiene un álbum de fotografías. Esas fotografías están repletas de historias del conflicto armado en Nariño. Esas historias están llenas de guerra y de hombres con armas. El álbum casi no tiene fotos familiares.

En la mayoría de las fotos familiares hay una ausencia marcada -mi padre trabajó por muchos años lejos de casa-. En el álbum no se percibe a simple vista que no estuvo presente en las celebraciones de cumpleaños, de Navidad o Año Nuevo. Las fotografías contienen momentos importantes para papá. En esas historias papá siempre lleva su uniforme. 

Desde los años noventa, la Policía Nacional de Colombia trasladó a mi padre, como comandante, a muchos pueblos de Nariño: Pupiales, Ricaurte, El Tablón de Gómez, Cumbitara, Taminango, Sandoná, y La Llanada. Los enfrentamientos eran seguidos y las fuerzas armadas tenían que estar ahí. Militares y policías eran trasladados a zonas aledañas a su residencia y la familia se quedaba esperando su regreso, pero algunos no volvían. 

Las fechas especiales eran riesgosas porque en ellas se presentaban con mayor frecuencia ataques, enfrentamientos y secuestros. Sus vidas transcurrían en la violencia, pero él siempre volvía a casa para contar sus historias. 

Mi padre ingresó a la institución siendo muy joven, sin experiencia y aún sin una familia propia. No era consciente de lo que le esperaba: de domingo a domingo en armas. Mi mamá y mi hermano mayor lo acompañaron en muchos de sus traslados, no estuvieron en un solo lugar durante un buen tiempo, en los momentos más álgidos del conflicto abandonaban la seguridad de la ciudad para estar en los pueblos, pero en familia.

Ahora, en las reuniones familiares se recuerdan esas anécdotas de hace 20 años, con las risas de mi madre y los relatos de mi padre. Haciendo que, a través de ellos, logre imaginarme cómo era su vida cuando tenían que huir de las estaciones de Policía, cuando la tropa pasaba días sin comer porque la comunidad los rechazaba, cuando buscaron a un compañero secuestrado, o cuando asesinaron a uno de sus compañeros.

Mi madre recuerda que una mañana al llegar a casa escuchó en la radio que atacaron una estación de Policía; la estación donde estaba él. Todo se detuvo para ella en esos segundos, su cerebro se paralizó, y su cuerpo absorbió la angustia. Llena de miedo le marcó a su teléfono celular… pero no contestó.

Afortunadamente, luego de unos días llegó a casa con todas sus maletas. Aún recuerdo verlo llegar en un taxi con trastes hasta en el techo, una estufa eléctrica, y un televisor antiguo. Estaba cansado del conflicto y creía que era momento de retirarse y estar con su familia. En el fondo todos sabíamos que había estado muy cerca de la muerte. No queríamos perderlo.

Aquel día, estaba sentado en la oficina de la estación y en la entrada de la misma se detonó un fuerte estruendo. Se trató de un ataque con explosivos. Los más afectados fueron los compañeros que se encontraban afuera. La onda expansiva tumbó a mi padre al suelo, dejando a su paso el desastre de la explosión, y un pitido ensordecedor. Haciendo que todo, por esos pocos segundos de zozobra total, se detuviera. Cuando cuenta esta historia su mirada se pierde en el recuerdo, no entra en detalles, como observando esta historia desde afuera y sin tocarlo, pero con la sensación de que aún pudiera hacerle daño. Las particularidades y pormenores de esta anécdota se quedan en su memoria, y las afectaciones se reflejan en un daño auditivo permanente y en un trauma que no se olvida.

La sanación y el perdón son senderos rocosos difíciles de recorrer, donde te pierdes y a veces abandonas, porque en ocasiones asociamos perdonar con olvidar, pero no lo logramos. No olvidamos los años en los que no estuvimos en familia. 

Sin embargo, somos una familia afortunada: hoy nos tenemos, lo tenemos. No es un número más en la cifra de asesinados en servicio. Aunque no pueda olvidar, creo firmemente en el perdón, y aún creo en la paz porque sé que como familiares queremos a nuestros seres queridos en casa. Así como la niña que fui, y que constantemente se preguntaba, ¿por qué papá no está conmigo?, ¿por qué solo viene cada 6 meses?, ¿por qué mamá llora cuando él se va uniformado con sus maletas?, ¿por qué no juega conmigo? Memorias que hicieron parte del dolor por los años de ausencia y vacío. Conforme crecí fui conociendo la realidad fuera de mi círculo familiar; la verdad nacional. Entendí que no solo me pasó a mí. Hoy muchas hijas e hijos lamentan sus pérdidas, lloran a sus muertos, esperan la llegada de sus secuestrados. La vela sigue prendida al costado de la foto del uniformado.  

Quiero creer que perdonar es como sacar una bala enterrada del cuerpo, que para sanar la herida hay que retirar el proyectil, cerrar la herida y esperar que cicatrice, para luego exponerla y dignificarla. Para finalmente hacer catarsis y transmutar el dolor. 

Hoy saqué mi bala.